Por EmilioJ. Apud | Para LA NACION, 09/05/15
Somos un país
con recursos energéticos cuantiosos y diversos, que sufre escaseces e importa
cantidades crecientes de energía. Un país con más de 100 años de experiencia
petrolera, donde la producción de petróleo y gas no ha dejado de caer ni un
solo año en los últimos 11 y el abastecimiento interno requiere importar el 20%
de la demanda.
Tenemos más de 50 años de experiencia nuclear, pero
la finalización del 30% de Atucha II se paga con dinero público a más de cinco
veces el valor presupuestado de 750 millones de dólares, y el actual gobierno,
a meses de terminar su mandato, ata nuestro futuro nuclear a las tecnologías de
China y Rusia, acuciado por la caída de reservas y su aislamiento del mundo
occidental.
Disponemos de los mejores vientos, tanto por su
intensidad como por su duración, y prácticamente no usamos la energía eólica.
Contamos con altísimos niveles de radiación solar en nuestro territorio, pero
su participación en la oferta eléctrica y térmica es insignificante. Tenemos
cuatro millones de km2 de mar y no sacamos de allí un solo barril de petróleo.
Tenemos un gran potencial hidroeléctrico en nuestros ríos, del que aprovechamos
sólo la mitad.
Nuestros recursos petroleros puestos en valor
significarían exportaciones mayores a las del sector agropecuario, pero
importamos por 12.000 millones anuales. Eso sí, nos vanagloriamos de tener las
tarifas energéticas más bajas del mundo y no nos preocupa el dispendio de
nuestro consumo de luz y gas, en vez de adoptar hábitos de uso racional, que
significarían ahorros superiores al 20% de la demanda actual.
También nos quejamos por la falta gas y los cortes
de luz, aunque evitamos pensar que pagamos por esos servicios una mínima parte
de lo que cuestan, que los subsidios insuficientes alimentan al impuesto
inflacionario y que el faltante de la tarifa para cubrir los costos de esos
servicios los sufrimos con una baja notable en su calidad y cantidad ante la
falta de inversión.
No obstante los 120.000 millones de pesos anuales
en subsidios energéticos que engrosan el déficit fiscal y los 12.000 millones
de dólares cash de importaciones en combustibles, el Gobierno
no sólo niega la crítica situación, sino que la agrava con su reiterado y ya
poco creíble relato. Julio De Vido, fiel ejecutor del populismo energético
impuesto por Néstor Kirchner como herramienta de poder, acaba de decir
textualmente: "Seguiremos manteniendo un esquema tarifario popular, que
impulse y promueva el consumo de energía". La realidad indica que con esas
tarifas "populares" perdimos el autoabastecimiento, y cada vez
tenemos más cortes, más inflación y más cepo.
El comportamiento social y de la dirigencia es
parecido al que había en la etapa final de la convertibilidad. Nadie creía que
un dólar valía un peso, menos el gobierno de turno, pero del tema no se
hablaba. Hasta que el sistema explotó. Ahora estamos en presencia de una
convertibilidad energética. ¿Quién puede creer que el uso de dos meses de electricidad
o de gas natural valga la mitad de una entrada de cine o media pizza? Pero de
eso la sociedad no habla. Y mucho menos la dirigencia política.
Esta situación de apatía, indiferencia y
complicidad de la sociedad va más allá de lo que paga por la luz y el gas. En
estos 12 años de populismo consentido ha hecho metástasis en temas mucho más
trascendentes para una nación, como los valores éticos y morales, la Justicia,
la recesión y la pobreza.
El próximo gobierno deberá resolver los problemas
del sector energético que le dejará el kirchnerismo. Iniciará su gestión en un
escenario en el que la sociedad pretenderá seguir manteniéndose ajena a esos
problemas, anestesiada por el relato del gobierno que se va y el silencio de
los que quieren venir. Pero esta situación de ocultamiento concluirá en
noviembre, apenas se defina quién será el nuevo presidente. El elegido deberá
blanquear la crítica situación del sector para luego aplicar las medidas
correctivas, las que incluirán asistencia a aquellos segmentos de la sociedad
que realmente no estén en condiciones de afrontarlas.
Será una desagradable sorpresa para los usuarios,
parecida a la de una persona que va a hacerse un chequeo de rutina y el médico
le dice que está grave, que debe operarse y que el posoperatorio no será corto,
aunque finalmente recuperará la salud. Este imaginario paciente deberá tener
una gran confianza en el médico para creer su diagnóstico y aceptar la terapia.
El próximo presidente será el médico de la analogía
y la gente, su paciente, un paciente complicado que ha olvidado el significado
de la palabra ajuste a la que asocia con algo contrario a sus intereses,
después de 12 años de prédica populista.
El próximo presidente deberá evaluar qué porción
del enorme capital político con que asumirá estará dispuesto a sacrificar para
poner en práctica las medidas que requiere el sector energético para dejar de
ser una pesada mochila y transformarse en la palanca de desarrollo de nuestro
país. Medidas que deberán orientarse a ordenar sus ingresos y generar
condiciones para una afluencia masiva de inversiones que permitan recapitalizar
un sector vaciado y poner en valor sus ingentes recursos.
También tendrá que explicarle a la gente que los
resultados del esfuerzo no serán inmediatos, ya que la recuperación de los
servicios llevará años. Y éste es un punto difícil de hacer entender en una
sociedad acostumbrada al corto plazo.
Haciendo lo que corresponde, en cuatro años
volveremos a contar con un servicio eléctrico confiable y en cuatro más recuperaremos
el autoabastecimiento energético que nos hizo perder el kirchnerismo, para
iniciar luego una etapa de saldos exportables sin techo a la vista.
Queda por resolver el dilema shock o gradualismo,
dilema que para ser encarado correctamente requerirá prescindir por un tiempo
del concepto conformista de "lo políticamente correcto".
El autor, ingeniero, fue
secretario de Energía y Minería de la Nación.
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